Javier inicia este relato con recuerdos de su infancia: “Me encanta recordar esos buenos y maravillosos momentos; suelo siempre recordar lo bueno porque alimenta mi espíritu y me permite siempre seguir adelante. Soy hijo de padres separados y aunque parezca muy paradójico, siempre tuve un muy buen concepto de lo que significa para mí la familia, gracias a los valores recibidos de mis maravillosos padres.
Desde muy joven, quise tener mi propia familia. Mi sueño comenzó a hacerse realidad cuando en el año 2002 conocí a la mujer con la que quería pasar el resto de mi vida, mi amada Karen, hoy mi esposa y mi mejor amiga. El año 2008 nos convertimos en padres de una bella niña a quien llamamos Paulina; ese mismo año nos entregaron nuestra casa propia, terminé mi carrera en la universidad y encontré un nuevo trabajo. Sin duda fue un gran año y con Karen ya nos sentíamos “grandes”, teníamos un hogar y una hija a quién cuidar y educar.
Aun cuando los siguientes años fueron de trabajo duro para ambos, empezamos a pensar en una hermanita para Paulina y el año 2013 llegó Amalia, nuestra preciosa segunda hija. Como ya nos creíamos expertos como papás, estábamos convencidos que la disfrutaríamos sin las aprehensiones del aprendizaje que enfrentamos antes. La vida sin embargo, nos demostraría que había mucho todavía por aprender. Desde muy pequeña, Amalia fue especial: casi no dormía y sus llantos eran interminables; su frágil salud nos daba una y mil sorpresas, tanto que a los pocos meses de nacida, estuvo muy grave producto de una encefalitis; pasó varios días internada en la UCI y temimos mucho por su vida. Fue el momento más difícil que nos ha tocado vivir como familia.
Al pasar los meses, comenzamos a notar que nuestra pequeña no era como todas las niñas de su edad y tenía varios problemas como un notorio retraso en el desarrollo psicomotor, trastorno del sueño, epilepsia, ausencia del habla, problemas de deglución y un largo etcétera. Comenzamos un largo peregrinar de médico en médico, hasta que la doctora Gabriela Figueroa (pediatra) sospechó que Amalia tenía un desconocido síndrome: Síndrome de Angelman, ratificado posteriormente por una genetista. Sentimientos extraños vinieron a nuestras vidas: mezcla de pena e impotencia acompañados de una sensación indescriptible de soledad. Teníamos a nuestras familias y a un puñado de amigos siempre a nuestro lado, pero con Karen nos sentíamos solos, muy solos, incomprendidos, pero mi esposa estaba peor que yo, jamás la había visto tan triste, como después del diagnóstico de Amalia. Eso me partía el alma y yo sólo quería que recuperara su alegría, contagiosa con la que me enamoró; dispuse más tiempo para estar a su lado y acompañarla más que antes. Decidimos aprender todo del síndrome; devorábamos cuanto artículo publicado había disponible al respecto, e incluso, cruzamos la cordillera para ir en busca de información y aprender de nuestros hermanos argentinos, quiénes llevan buen tiempo organizados y son un gran referente en Sudamérica. El siguiente paso, fue buscar a otras familias Angelman en Chile para intercambiar experiencias y comenzamos a armar una red de familias en todo el país.
Hoy podemos decir con mucho orgullo, que somos parte de la gran familia “ANGELMAN CHILE” y que orientamos nuestro esfuerzo en pro de las familias que tienen algún familiar con el síndrome, buscando favorecer la integración y que nos conozcan. Sabemos que nos queda mucha tarea por delante, pero trabajamos -todos, para todos- como un gran equipo y eso me llena de emoción y orgullo.
Puedo decir que hoy me siento profundamente satisfecho y feliz de la familia que tengo. Cada día doy “gracias a la vida, que nos ha dado tanto”. Miro hacia atrás y veo cumplido mi sueño de juventud: Haber formado una familia, pero no una pequeña: una GRAN FAMILIA ANGELMAN DE CHILE”.
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